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El oro de los muertos, supervivencia de los vivos

 

El silencio solo se ve roto por algún llanto lejano, el murmullo de los curiosos y el sonido de los templos cercanos. El olor irrespirable a carne quemada provoca picor en ojos y garganta,  aún así todo se desarrolla con absoluta normalidad. El ritual de la muerte entre los hindúes, también en Nepal, es una parte más de la vida.

Cada día, los cuerpos sin vida de los difuntos llegan en parihuelas a orillas del Bagmati para decir su último adiós a su traje de carne y huesos. Mientras los familiares lavan su cuerpo, arrojan sus prendas al río, les cubren con un sudario y les ofrendan un sorbo de las aguas sagradas; los pequeños rastreadores se preparan para recibir su recompensa. La búsqueda nunca para porque el ritmo de cremaciones es incesante, cuando apenas empiezan a consumirse uno o varios cuerpos en las piras funerarias, otros esperan ya tendidos en los Ghats (las escalinatas que descienden al río) su turno.

Habana Vieja

En Pashupatinath, la ciudad sagrada bañada por el río Bagmati, el equivalente al Ganges en India, la vida entra a diario en comunión con la muerte y viceversa. Mientras unos se desprenden de su aspecto terrenal y son despojados de sus últimas pertenencias, otros rebuscan entre sus cenizas pequeños objetos de valor que les permitan tener una vida más llevadera. Algunos de ellos apenas levantan los cinco años de edad, pero aún así sumergen sus pequeños cuerpos en las aguas turbias del río vida-del río muerte en busca de una dentadura, un anillo o quizá una pulsera de oro.

Todo se desarrolla con una pausada y repetida rutina, en un rincón los operarios amontonan los troncos y el combustible que hará arder los cuerpos, otros preparan los túmulos que recibirán al siguiente difunto, mientras en otro apartado el hijo mayor de uno de los fallecidos se deja rapar la cabeza y otro viste su cuerpo con un dhoti blanco para realizar el ritual mientras sigue atentamente las instrucciones del brahman.

A poca distancia de este escenario, los niños, encorvados introducen sus cabezas una y otra vez en las aguas contaminadas del río para extraer su pequeño tesoro, algunos se ayudan con palas, otros tan solo tienen como herramienta sus propias manos. Si tienen suerte, hoy probablemente tendrán algo que echarse a la boca, sino mañana habrá otra oportunidad de encontrar en el oro de los muertos, la supervivencia de sus propias vidas.

Frente a ellos una legión de curiosos y turistas observan sin pudor el despojo de la vida. A los familiares de los fallecidos parece no importarles esta especie de violación de la intimidad. En el hinduismo, la muerte es tan solo un paso más de la vida y la cremación garantiza la liberación de este mundo, la ruptura con la rueda de la reencarnación. Por ello, ni siquiera la atracción de los turistas, ni los falsos sadhus o santones que se prestan encantados a las cámaras de los curiosos por una propina, entorpecen el ritual de la muerte.

Reflexiones

Lo recuerdo como si hubiera sido ayer. La primera vez que me enfrenté al ritual de la muerte no fue en Pashupatinath, sino en Benarés (India), hace ahora 12 años. Pero, sin duda, quizá por la cercanía (los turistas y curiosos están más próximos a los ghats donde se llevan a cabo las cremaciones) viví de forma más intensa esa unión entre la vida y la muerte.

Allí, petrificada por el olor y las imágenes que se sucedían ante mis ojos, vi cómo una anciana era conducida a las aguas sagradas del río Bagmati. Aún no estaba muerta. Muchos moribundos, conocedores de que van a abandonar este mundo deciden pasar sus últimos días cerca de las orillas de los ríos sagrados.

A la anciana, sus familiares la sostenían por los brazos para que sus pies rozaran el agua del río-vida, del río-muerte y allí exhaló su último suspiro. Quizá con el suyo se llevó el mío, boquiabierta ante lo poético de una tragedia como la muerte de un ser querido.

Pero, no menos impactante para mí y mi cámara, que, aunque avergonzada ante la revelación de un momento tan íntimo, no paraba de captar todos los instantes, fue cuando, con el cuerpo ya en la pira, el encargado del ritual, con la cabeza rapada y un dhoti blanco, en esta ocasión el hijo de la fallecida, descubrió la cara del cuerpo inmóvil de la madre y colocó sobre la boca la primera llama, la que se encargaría de borrar el rostro de una vida, lo primero que arde para que no quede en el recuerdo. Poesía y muerte seguían unidos incluso cuando el cuerpo comenzó a arder, cuando finalmente se extinguió y solo las cenizas dejaron testimonio de lo que antes había sido una vida. Arrojadas después al río, el hijo se bañó por última vez con quien le había dado la vida, de nuevo, Poesía y muerte.


 

Nepal 2011

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